No puede ser. No. Tiene que ser una pesadilla. Pero no, no lo es, por mucho que él lo quisiera así.
Un panel electrónico anuncia la llegada de su tren.
Se levanta. Vuelve la vista hacia la entrada de la estación. Espera encontrarla. Qué estúpido. Ella no está. Y probablemente, nunca más lo estará.
Ella remueve su café con la mirada ausente. Mira a través de sus Ray-Ban oscuras, ocultando así sus ojos llorosos. Cierra los ojos, y cuando los abre, algunas gotitas saladas caen sobre el amargo café.
No. Se niega. No quiere perderlo. Con una extraña resolución, se levanta. Coge su bolso, y sale de la cafetería, con una dirección fija por una vez.
Ahora empieza a entender lo que su padre decía sobre tomar café amargo: te aclara las ideas, y te hace verlo todo con más claridad.
Entrega su billete. Pasa las maletas. Una última y vana mirada hacia la puerta. Siente la tentación de mandarle un mensaje, pero el maldito orgullo puede con él. Sacude la cabeza, y sigue hacia delante.
Las puertas de la estación se abren, y ella corre sin resuello. Busca desesperada entre la marea de gente. Ignora las quejas de la gente al pasar y baja las escaleras mecánicas.
Allí está. Se quita las gafas de sol. No le importa que la vea llorar. Le coge un brazo, y le hace volverse.
Ambas miradas se cruzan, y no hay ira en ellos, sino perdones y tristezas mudos.
Ella acerca sus labios a los de él. Es uno de esos besos único, de película. Dulce, muy dulce, mezclado con el sabor de las lágrimas. Pero también amargo, con sabor a despedida.
Un pitido indica la salida inminente del tren.
Él se separa un centímetro, para volver a ver aquellos ojos verdes, tan hermosos, ahora aguados, y la mira interrogante. Ella se seca algunas lágrimas.
-Porque te quiero, imbécil, por eso estoy aquí.
Sobran las palabras. Sobra todo. Sólo hay espacio para dos.
Sube a su vagón. Su butaca está en la ventanilla, como siempre. Se sienta, y desde ahí la vuelve a ver. Sonríe. Un camarero le trae un café, tal vez demasiado amargo. Lo toma a pequeños sorbos. Saca del bolsillo de su camisa un rotulador, y escribe algo en el cartón del café. Después, con unas tijeras, lo recorta.
El tren comienza a avanzar. Abre la ventanilla, y tira el papel. Lo observa mientras vuela.
No ha habido promesas de vueltas. No sabe cuando volverá. Queda un futuro por escribir.
Un papel cae a sus pies. Lo recoge. Tiene forma de corazón.
Te quiero
Sus ojos verdes se vuelven de nuevo acuososos al pasar la mano por el cartón de café.
<<Y yo>>
Un panel electrónico anuncia la llegada de su tren.
Se levanta. Vuelve la vista hacia la entrada de la estación. Espera encontrarla. Qué estúpido. Ella no está. Y probablemente, nunca más lo estará.
Ella remueve su café con la mirada ausente. Mira a través de sus Ray-Ban oscuras, ocultando así sus ojos llorosos. Cierra los ojos, y cuando los abre, algunas gotitas saladas caen sobre el amargo café.
No. Se niega. No quiere perderlo. Con una extraña resolución, se levanta. Coge su bolso, y sale de la cafetería, con una dirección fija por una vez.
Ahora empieza a entender lo que su padre decía sobre tomar café amargo: te aclara las ideas, y te hace verlo todo con más claridad.
Entrega su billete. Pasa las maletas. Una última y vana mirada hacia la puerta. Siente la tentación de mandarle un mensaje, pero el maldito orgullo puede con él. Sacude la cabeza, y sigue hacia delante.
Las puertas de la estación se abren, y ella corre sin resuello. Busca desesperada entre la marea de gente. Ignora las quejas de la gente al pasar y baja las escaleras mecánicas.
Allí está. Se quita las gafas de sol. No le importa que la vea llorar. Le coge un brazo, y le hace volverse.
Ambas miradas se cruzan, y no hay ira en ellos, sino perdones y tristezas mudos.
Ella acerca sus labios a los de él. Es uno de esos besos único, de película. Dulce, muy dulce, mezclado con el sabor de las lágrimas. Pero también amargo, con sabor a despedida.
Un pitido indica la salida inminente del tren.
Él se separa un centímetro, para volver a ver aquellos ojos verdes, tan hermosos, ahora aguados, y la mira interrogante. Ella se seca algunas lágrimas.
-Porque te quiero, imbécil, por eso estoy aquí.
Sobran las palabras. Sobra todo. Sólo hay espacio para dos.
Sube a su vagón. Su butaca está en la ventanilla, como siempre. Se sienta, y desde ahí la vuelve a ver. Sonríe. Un camarero le trae un café, tal vez demasiado amargo. Lo toma a pequeños sorbos. Saca del bolsillo de su camisa un rotulador, y escribe algo en el cartón del café. Después, con unas tijeras, lo recorta.
El tren comienza a avanzar. Abre la ventanilla, y tira el papel. Lo observa mientras vuela.
No ha habido promesas de vueltas. No sabe cuando volverá. Queda un futuro por escribir.
Un papel cae a sus pies. Lo recoge. Tiene forma de corazón.
Te quiero
Sus ojos verdes se vuelven de nuevo acuososos al pasar la mano por el cartón de café.
<<Y yo>>
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