domingo, 24 de octubre de 2010

CORAZÓN DE AIRE


<< Recuerdo las tardes que pasaba junto a él, observando el horizonte. Las noches, mirando las estrellas. Ni la mismísima muerte ejercía de barrera entre nosotros dos. Él y yo éramos uno, a pesar de que yo estaba viva, y él había muerto hacía muchos siglos.
Todo era perfecto. Un sueño del que no quería despertar, pues aunque era un espíritu y su contacto no era como el de una persona normal, un leve cosquilleo me inundaba cada vez que me acariciaba, como el susurro de una suave brisa, haciéndome olvidar lo que era.
Todo fue perfecto, hasta el día en que me dijo que tendría que ayudarle a volver a morir.>>

***
Despejo mi mente de todos los sombríos pensamientos que me llevan atormentando durante toda la tarde y parte de la noche, pues no quiero que mi corazón sangre más de lo que lo está haciendo ahora, ahogado por una pena infinita que, a pesar de que sé que si yo no quisiera no tendría por qué hacerlo, debo hacerlo. Esbozo una sonrisa amarga. Siempre ocurre lo mismo, las cosas que quieres hacer no son las más adecuadas casi nunca.
Me recuesto contra el tronco de un árbol, el lugar donde Adrien y yo nos hemos citado un rato antes de medianoche para marchar hacia el único claro de este inmenso bosque, el único lugar donde él desaparecerá para siempre esta noche. La única forma de dar descanso eterno a un espíritu errante es dejar que la tenue luz de un eclipse anular lo bañe en medio de todo su esplendor y pueda pasar al otro lado con la energía que desprende el cuerpo de un médium, es decir, que pasará con la ayuda de mi energía psíquica.
Y hoy habrá eclipse anular.
Siento una leve brisa y me vuelvo para ver sus ojos azules como zafiros contemplando los míos con una expresión indescifrable.
Las lágrimas que han caído de mis ojos ya se han secado en mis mejillas, pero yo nunca he podido engañarlo, y sé que en este momento mis ojos desprenden dolor y amargura a raudales.
Siento cómo él me acaricia la cara y cierro los ojos para dejarme llevar por su suave contacto.
—  Hola-me susurra con la suave y serena voz que le caracteriza.
Lo miro y veo en él el chico de diecisiete años que tendría que haber sido en su tiempo. A pesar de que murió hace muchísimo tiempo, viste a la moda, con unos vaqueros caídos, y una camiseta holgada, dejando su liso pelo negro resbalar sobre sus ojos. Parecería un chiquillo normal y corriente, a la vista de todos…
…Si es que alguien, aparte de mí, podía ver muertos.
—  Hola-digo al fin, diciéndome a mí misma que no voy a volver a llorar.
Él me mira, y me sonríe.
—  No estés triste, por favor, Verónica-pide.-Piensa en que me vas a ayudar.
Lo miro durante un largo rato, y aunque estoy haciendo un esfuerzo sobrehumano para no volver a llorar, sé que mi voz suena ahogada y teñida de tristeza.
—  Debe de haber otra forma-digo.- No me hagas esto.
Él niega con la cabeza.
—  Ya lo hemos hablado antes, y tú sabes muy bien que no hay alternativa-dice.
Me muerdo el labio inferior, y deseo golpear algo con todas mis fuerzas, por sentirme tan impotente.
Él me vuelve a mirar, esta vez con tristeza, amor, y dolor al mismo tiempo.
—  Vamos al claro, no lo hagas más difícil de lo que ya es, por favor-suplica.
Asiento con la cabeza pero esta vez no puedo reprimir que una solitaria lágrima caiga de mis ojos. Él alza una mano para cogerla, pero la gota pasa a través de él como si no fuera más que aire.
Y al fin y al cabo, no es más que eso, pienso con amargura.
Después de cinco minutos caminando, llegamos frente al claro, y a la luna le quedan unos minutos, tal vez segundos, para que empiece a quedar oculta por el sol. Los dos caminamos y nos sentamos en el suelo en mitad del claro. Lo contemplo, y pienso cómo pude enamorarme de un espíritu. No sé cómo lo hice, pero pasó, y en realidad no me arrepiento de ello.
Cuando ya no puedo reprimir más la pena, dos lágrimas de miles comienzan a surcar lentamente mis mejillas. Él me alza el mentón, con mi ayuda, pues él solo es aire y necesita fuerza para hacer cualquier cosa.
—  Te quiero-me dice.
Pero antes de que pueda contestar, miro al cielo, y veo que está comenzando el eclipse.
—  Yo también-susurro con voz ahogada.- Eres lo más importante para mí.
Me acerco a él y aunque sé que no es más que aire, poso mis labios sobre los suyos.
Pero me sorprendo y doy un salto cuando sus labios se convierten en carne. Ya no son aire. Abro los ojos y veo que los suyos están húmedos, pero igual de confusos que los míos. Pero, sobre todo, siento la presión de sus manos en mi cuerpo. Como una persona de carne y hueso.
—  ¿Qué…?
Pero por alguna razón que desconozco, sé que disponemos de poco tiempo, y no formulo la pregunta. Él niega con la cabeza y aplasta sus labios contra los míos, y mi cuerpo contra el suyo.
—  Te amo, Verónica-dice en mi oído.- Te estaré esperando a que vengas junto a mí. Y lloro, lloro con más lágrimas de las que había pensado poseer, porque lo amo con toda mi alma y todo mi espíritu, y porque no sé cómo podré llenar el vacío que quedará en mi corazón cuando él se vaya.
—  Verónica…-susurra una y otra vez, diciéndolo todo con una sola palabra, porque ahora sobran todas las palabras, teniendo tan poco tiempo para decirlo todo.
Pero siento como va desapareciendo poco a poco.
Lo beso por última vez notando cómo sus labios entre los míos se vuelven cada vez más etéreos, hasta no quedar nada.
—  Te amo-son sus dos últimas palabras.
—  Y yo a ti-digo al aire, cuando el eclipse ya ha pasado y la luna se vuelve a distinguir entre las sombras.
En este momento, no siento nada ya, porque sé que se ha ido para siempre. No controlo mis movimientos, y mi mente está desconectada de mi cuerpo. No sé si ando, o si por el contrario, sigo sentada en el claro. Mis ojos están abiertos, pero no puedo ver nada, ningún sentido me obedece. Tan sólo siento un terrible dolor surcándome el pecho, una daga abriéndome el corazón de parte a parte sin piedad alguna.
Y aunque, en ese momento no puedo pensar nada, comprendo por qué la gente muere. Porque una persona no muere cuando su corazón deja de latir, sino cuando sus latidos ya no tienen sentido para hacerlo.
Caigo sobre la hierba, pero no lloro. Ni una lágrima asoma a mis ojos, porque los muertos no lloran, y una parte de mí acaba de morir esta noche junto a él.

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